viernes, 11 de noviembre de 2011

"¿Sigues ahí?"

Tres días y tres noches pasaron sin que Lorenzo cruzara por la puerta más que para lo indispensable y, estoy segura, lo hacía cuando mis ojos que lo espiaban no lograran mirarlo. Cada vez que entraba, sin falta, cerraba los ojos y con ella, mi esperanza de que volviera a luchar.
El cuarto día, al entrar para revisar sus heridas y tomar su temperatura, el corazón me dio un tumbo: ¡Lorenzo no estaba!
-¡Lore!- grité y, al girar la cabeza para correr hacia la puerta, una sombra blanca con un andar lento iba hacia mí. Lorenzo, ¡mi Lorenzo, volvía a la batalla!
Los ojos, con algo parecido a una sonrisa y un ligero vaivén de la cola, terminaron de turbar el ritmo de mi corazón y, su imagen, se desdibujó a través de la cortina de lágrimas que se acumuló en mis ojos.
Arrodillada, esperé a que mi bello grandulón blanco, ahora teñido por doquier de las machas plateadas de medicamento, llegara para reposar su cabeza sobre mis rodillas y, suavemente, rodeé su enorme cabeza con mis brazos poniendo mi corazón sobre su frente.
-Si tú estás listo para continuar la lucha, mi Lorenzo, yo también. . .- le susurré para evitar que mi voz lastimara con su roce las heridas.
Las precauciones para evitar una infección nos confinaron a un encierro en el que, como aquellos días de su resurrección, caminamos lentamente los tiempos de dolor, mismos, en los que nos acompañamos con paciencia y un raudal de mimos.
Casi tres semanas pasaron hasta que, la última herida que requirió varias revisiones y lavados, además de una última cirugía, se cerró. Pero sólo fueron dos las que, su espíritu guerrero, necesitó para revitalizarse y recobrar la ternura en sus ojos, la alegría del  rabo y un caminar, casi, danzarín.
Lorenzo, sin saberlo, me preparaba para enfrentar una lección aún mayor. . . el valor y la paciencia para sobreponerse de una segunda caída pero. . . de mi madre.

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