A medida que pasan los días, al ver a Lorenzo desarrollándose,
recuperando la estampa y la alegría hasta en el andar, me sobrecoge una inmensa
emoción. Esa imagen, rodeado por niños y adultos acariciándole, me hace
suspirar y repetir, convencida: ¡Todo ha valido la pena! Mi corazón, entonces,
descansa en la certeza de que tengo de él lo más importante: su felicidad y su
salud. O, al menos eso creo, hasta que veo a un cachorro jugueteando y que
promete convertirse en un ejemplar espectacular. Entonces, en mi mente, comienza a rondar
el “hubiera”.
Y, a últimas fechas, ese “hubiera” me ha visitado por las noches tejiendo
sueños inconclusos. La simple noticia de que mi Lorenzo, después de una última
revisión, está listo para reproducirse, ha removido el recuerdo de aquel
cachorro almeriense cercado entre gente que le prodigaba cariños y halagos en
el aeropuerto de Barcelona, listo para iniciar sus aventuras en tierra mexicana.
¿Acaso el sueño de la crianza de un ejemplar especial y la fantasía en
las pistas sigue vivo?
Creo que, al igual que nosotros como padres pasamos aquellos deseos
guardados a los hijos, ahora me descubro soñando en un cachorro que luzca su
cabeza perfecta y su manto blanco. Así se levanta en mí, como una nueva oportunidad, la
ilusión de ver crecer a Lorenzo, otra vez, en unas recién nacidas cuatro patitas blanquinegras.
Si, en honor a la verdad, confieso que me ilusiona ver a uno de su
descendencia correr y disfrutar, retozar saludable y sin enfado en los mismos
parajes en que, Lorenzo y yo, sólo disfrutamos de la vista y de nuestra mutua
compañía.
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