Guardé mi rabia tras la puerta por varios días, los mismos, en que Lorenzo pareció haber enmudecido y yacía inmóvil, casi muerto.
Bien podía recordar las primeras noches después de la cirugía y, podía ver que esta vez, no era igual. En aquel entonces, cuando entrábamos a verlo, Lorenzo parecía sonreírnos con los ojos. Era como si, con ese gesto, el manso grandulón tratara de alentarnos, darnos ánimo.
Mi preocupación creció cuando, a pesar de mi insistencia, mi querido amigo se negaba a levantar la cabeza o probar alimento.
¿Qué había ocurrido en ese encarnizado encuentro de gigantescos machos? ¿Sería que, Lorenzo, se había dejado convencer de que sería un inválido o débil el resto de sus días? ¿Habría yo anulado sus instintos con tanto mimo? ¿Acaso la furia de aquellas fauces, enrojecidas de instinto, habían quebrantado algo más que sus carnes?
Por más que le hablaba y lo acariciaba, con respiración penosa, mi Lorenzo ni siquiera me miraba.
¿Dónde estaba su espíritu guerrero?, me preguntaba, confundida y entre lágrimas.
-¡No te canses de luchar, Lorenzo!- le repetía, mientras acariciaba entre los pequeños espacios de pelo blanco que habían quedado entre sutura y sutura.
Por noches y días, lo espié con la esperanza de encontrarlo levantado o comiendo pero, ¡nada! Era cierto. . . mi aguerrido e incansable compañero se había rendido.
A pesar de su indiferencia, puntual, lavé y curé sus heridas. Ni siquiera el jabón corriendo por su carne viva lo alteraban. ¡Qué tristeza, qué dolor era ver su espíritu entristecido!