lunes, 21 de noviembre de 2011

"Escándalo"

Atendiendo los reclamos en la planta baja, mi esposo y yo, con las marcas de la almohada aún en los rostros, salimos de casa para pasear con Lorenzo. Era como aquellos días en que nuestros hijos pequeños daban terminado el tiempo de dormir las mañanas del sábado y exigían ponernos en movimiento agobiados por el exceso de energía.
Correa en mano y la rigurosa bolsa para cualquier “eventualidad” fuera de casa, iniciamos el recorrido hacia el parque más cercano. Con las heridas cicatrizadas, era el primer paseo por un lugar público en nuestra colonia, en la ciudad.
Bastó media cuadra para que un coro desaforado ladrara al unísono. Con los olfatos atentos, los perros del vecindario detectaban el olor de alguien ajeno. No faltó el can que, con el privilegio de una reja abierta, pudo ver pasar la figura en cuatro patas de más de un metro de altura y denunciar su presencia con fuertes ladridos. ¿O sería eso una bienvenida? No lo sé. . . ¡no domino el idioma de los perros!
Mientras caminamos bajo los árboles admirando el andar, cada vez más estético de Lorenzo, la gente a nuestro pasó no perdió la oportunidad de lanzar un piropo a su belleza o una broma alusiva a su tamaño. Y, sabiéndose admirado, Lorenzo correspondió agitando la cola, movimiento re-estrenado un día antes y nosotros, cual padres orgullosos de las gracias del retoño, sonreíamos agradecidos.
Un sueño me picó el corazón, casi como un calambre. ¿Podrían, algún día, aquellos ladridos y cumplidos convertirse en ovaciones y aplausos al paso de Lorenzo por alguna pista?
Con el levantar de un hombro por respuesta, continuamos nuestro caminar segura de que, si jamás se materializaba ese anhelo, Lorenzo tendría de mí, siempre, un jubiloso aplauso por sus logros.

jueves, 17 de noviembre de 2011

"Jardín interior"

Una de las ventajas de la convalecencia es que se hacen excepciones y, para Lorenzo, aplicó la excepción a la regla.
Después de varios días de permanecer juntos en casa y de que él iniciara cortas caminatas entre los patios y el interior de la casa, me llegó el día de dejarlo sólo por más de tres horas. Con un clima tan cambiante y en el afán de que no se aburriera permaneciendo en un solo lugar durante mi ausencia, la entrada de la estancia quedó abierta y el colchón adicional dispuesto por si quería reposar en el fresco de la sala.
La noche nos sorprendió y, con cierta ansiedad por saberlo sólo, crucé los patios llamándolo pero, Lorenzo, no salió. Eso aumentó mi inquietud en los últimos metros para llegar a la puerta de la casa. Un silencio extraño se percibía en la habitación oscura. . . entonces escuché algo parecido a un resuello.
Dando el primer paso a través del marco, encendí la luz y. . . ¡ahí estaba!
En medio del follaje de una palmilla despeinada y con el tronco entre las manos, Lorenzo levantó las cejas y se quedó inmóvil. El piso de la estancia, como un piso nevado, pero de tierra suelta, no alcanzaba a mostrar su color ladrillo y, como decoración, pequeñas hojas de todas las formas y tonos verdosos, tapizaban el tono chocolate que dominaba el improvisado jardín interior.
El pelaje de Lorenzo, antes moteado de negro, ahora combinaba las manchitas terrosas y una que otra hoja que, húmeda y ensalivada, se le había pegado al cuerpo.
-¡Lorenzo! ¿Quién fue?- grité. En una mezcla de horror y risas, lo vi salir imitando el tamaño de un chihuahueño pero, obvio, sin dejar la última ramita que tenía pendiente por deshojar.
Casi dos horas me tomó levantar las macetas rotas y vacías, barrer la tierra que no perdonó ni sillones ni mantel y las hojas que, como confeti, se habían metido en cuanto rincón pudieron. Tiempo suficiente para pensar que, ¡nunca debo menospreciar la capacidad de recuperación del espíritu de un perro como Lorenzo!
¿Y Lorenzo?, se preguntarán. . . ¡Terminó de deshojar la vara en la suavidad de su colchón y se echó a dormir!

viernes, 11 de noviembre de 2011

"¿Sigues ahí?"

Tres días y tres noches pasaron sin que Lorenzo cruzara por la puerta más que para lo indispensable y, estoy segura, lo hacía cuando mis ojos que lo espiaban no lograran mirarlo. Cada vez que entraba, sin falta, cerraba los ojos y con ella, mi esperanza de que volviera a luchar.
El cuarto día, al entrar para revisar sus heridas y tomar su temperatura, el corazón me dio un tumbo: ¡Lorenzo no estaba!
-¡Lore!- grité y, al girar la cabeza para correr hacia la puerta, una sombra blanca con un andar lento iba hacia mí. Lorenzo, ¡mi Lorenzo, volvía a la batalla!
Los ojos, con algo parecido a una sonrisa y un ligero vaivén de la cola, terminaron de turbar el ritmo de mi corazón y, su imagen, se desdibujó a través de la cortina de lágrimas que se acumuló en mis ojos.
Arrodillada, esperé a que mi bello grandulón blanco, ahora teñido por doquier de las machas plateadas de medicamento, llegara para reposar su cabeza sobre mis rodillas y, suavemente, rodeé su enorme cabeza con mis brazos poniendo mi corazón sobre su frente.
-Si tú estás listo para continuar la lucha, mi Lorenzo, yo también. . .- le susurré para evitar que mi voz lastimara con su roce las heridas.
Las precauciones para evitar una infección nos confinaron a un encierro en el que, como aquellos días de su resurrección, caminamos lentamente los tiempos de dolor, mismos, en los que nos acompañamos con paciencia y un raudal de mimos.
Casi tres semanas pasaron hasta que, la última herida que requirió varias revisiones y lavados, además de una última cirugía, se cerró. Pero sólo fueron dos las que, su espíritu guerrero, necesitó para revitalizarse y recobrar la ternura en sus ojos, la alegría del  rabo y un caminar, casi, danzarín.
Lorenzo, sin saberlo, me preparaba para enfrentar una lección aún mayor. . . el valor y la paciencia para sobreponerse de una segunda caída pero. . . de mi madre.