No me concibo rencorosa pero, cuando Lorenzo subió a la báscula, el
recuerdo volvió a mi mente y la mueca en mi boca me delató.
Hace algunos meses, mientras caminábamos lentamente por la placita,
una mirada hosca y palabras dichas a media voz me hicieron volver la cara. Era un
hombre que, sin quitar los ojos del cuerpo adelgazado de Lorenzo, musitó,
aunque con la intención de que yo escuchara: “¡Para qué quiere un perro si no
es capaz de alimentarlo bien!”.
Una punzada me hizo tensar el vientre. El dardo de aquel juicio, sin
fundamento ni respeto, me tentó a que lo abordara para hablarle de la historia
de Lorenzo, ¡nuestra historia! Pero, la prudencia, me hizo continuar el paseo,
aunque las lágrimas de indignación no aceptaron quedarse dentro.
Si tan sólo hubiera tomado un minuto, el hombre se habría enterado de
que, “ese perro”, no debía subir de peso para lograr una mejor recuperación de
la cirugía de columna que le salvó la vida. Y, que hacerlo engordar para verse
redondeado, habría implicado renunciar a una agilidad normal en el futuro.
Lorenzo entonces se veía, incluso, como un perro anciano con su andar
maltrecho y las costillas marcadas pero, ¿porqué pensar lo peor de los demás?
¿Qué sabía el de nosotros como para guillotinarnos con su opinión sin
fundamento?
¡Si tan sólo pudiera encontrarme otra vez con aquel hombre! Hoy vería
a un Lorenzo distinto, al verdadero Lorenzo. Uno que luce cada gramo con
orgullo pues, más que grasa, es músculo ganado con el esfuerzo, el dolor y la
entereza diaria.
Hoy tengo un motivo de orgullo, una razón de peso para hablar del peso
ganado por mi Lorenzo y, como pesa tanto mi alegría, ¡la comparto y la reparto!
¡Buen trabajo, amigo mío!