sábado, 23 de julio de 2011

"Incertidumbre"

Como niña sentada en el asiento trasero del auto, tuve que contener mi impulso de preguntar “¿ya vamos a llegar?”, a riesgo de exasperar a la esposa del veterinario, la única que ocasionalmente pasaba frente a la sala de espera.

Mi impaciencia contenida lograba ponerme de pié para recorrer, por enésima vez, y leer los afiches anunciando vacunas, las etiquetas de los bultos de alimento, las imágenes en las botellas de champú y los diferentes colores de las correas colgadas en el exhibidor. ¡Ya quería llegar al final de la pesadilla! ¡Ya quería tener a Lorenzo de regreso junto a mí y que todo aquello se esfumara como se desvanece un mal sueño al despertar!
Lejos de eso, a mi mente acudía, sin descanso, la imagen de Lorenzo inconsciente por la anestesia, cubierto del líquido rojizo que entintaba su piel rosada devastada de su natural pelo blanco. Y, apuñalando mi corazón, aparecían en mi memoria sus ojitos azules mirándome antes de despedirse como preguntando, ¿a dónde dejas que me lleven ahora?
-¡No podemos evitarlo, chiquito!- le contestaba, en los secretos de mi silencio. Y, ni siquiera ahí, me atrevía a confesarle que estaba sufriendo el martirio de la cirugía sin la garantía de que sería la solución a su dolor y el punto de partida para volver a ser el de antes, un perro sano y fuerte.
Había entrado al quirófano sin saber que aún flotaba entre nosotros la incertidumbre de lo que encontraría aquella corte de médicos.
Ni el médico en jefe se atrevió a darnos la certeza de que no habría daño permanente ni secuelas. Oculto entre sus vértebras estaba la respuesta. No sería sino hasta el final de la operación que los ojos del veterinario podrían constatar si, por los muchos días de presión sobre el nervio, éste estaba muerto. Si ese fuera el hallazgo, Lorenzo no mejoraría en su condición. . . nunca más volvería a correr ni a retozar.
Como a fuego lento, la incertidumbre quemaba mi estómago y mis oraciones se redoblaban: Señor, yo te conozco y sé que tú tienes el poder. Te pido, Dios, un milagro para Lorenzo. . .

viernes, 22 de julio de 2011

"La Corte"

Apenas las 9 de la mañana y el calor ya causaba estragos a todos excepto a mí. No sólo por la cirugía de Lorenzo, mi estómago parecía un pequeño motor encendido. También, por primera vez, mi hija viajaría sentada en el auto por más de 45 minutos después de haber permanecido semanas enteras en completo reposo. A pesar de mi nerviosismo por ello, no me atreví a impedirle que nos acompañara, a Lorenzo y a mí, hasta la ciudad donde nos encontraríamos con el cirujano especialista.
Con las patas traseras zigzagueando al caminar, Lorenzo entró al consultorio cuando su olfato le recordó la visita previa. Buscando refugio detrás de su dueña, que aún evitaba su cercanía por riesgo a un empujón que pudiera provocarle daño a su columna convaleciente, el cachorro parecía intentar encoger su verdadera dimensión y así escapar al veterinario que haría de “primer ayudante” en la operación.
Calculando el momento de la llegada del cirujano en jefe, el médico ayudante, hablando a Lorenzo para ganar su confianza y tranquilizarlo, se lo llevó al consultorio para prepararlo sin prisas, cuidando la higiene en extremo.
Las memorias de semanas atrás, sentada en una sala de espera, sacudieron mi ánimo por demás tambaleante. Esta vez, pensé, tocaba el turno a mi hija de ser acompañante durante el tiempo del procedimiento.
Treinta minutos después de la hora inicialmente señalada, llegó el médico especialista. Acompañado de otros dos médicos practicantes y un ayudante, entró al hospital llevando un enorme maletín con su instrumental.  Los tres veterinarios, sumados a los tres que ya esperaban en el quirófano, aquello parecía, más que una cirugía, la corte de un rey, el rey Sol, porque. . . ¿He mencionado que Lorenzo significa “Sol”?
Todos y cada uno de los que intervendrían en la operación sabían el nombre del paciente. Incluso algunos, se referían a él con tanta familiaridad e interés que, mi infantil temor por saberlo sólo entre tantos extraños, se desvaneció.
La clínica cerró sus puertas. Los teléfonos quedaron sin atención. Todos. . . médicos, asistentes y familiares, a partir de ese momento, se unían en una sola causa común: Lorenzo.

miércoles, 20 de julio de 2011

"Refuerzos"

-¡O, Dios, concédeme el don de la ubicuidad!- oraba yo, en broma, desgastada por el estrés de no poder estar con mi hija y Lorenzo todo el tiempo que necesitaba y que deseaba para acompañarlos.
Saber, a cualquiera de los dos, pasando los minutos de espera en soledad afligían mi corazón. Y, como Dios no podía darme lo que pedía, me envió refuerzos.
Tras una riña en el criadero, donde el resto de la manada desconcertada extrañaba a su dueña, Ashley, la Gran Danesa con la que mi hija fundara su pequeña comunidad, tuvo que refugiarse en mi casa para curarse de algunas heridas.
Aunque la noticia de su llegada parecía el anuncio de que se añadiría más carga a mi abultada agenda, al paso de los días, se convirtió en una franca bendición.
La perra, como comprendiendo el dolor de Lorenzo desde que entró a mi casa, se auto asignó la tarea de confortar al amigo herido. Y él, sintiendo su cercanía, comenzó a cesar en sus lamentos y hasta, ocasionalmente, la seguía en una corta caminata por el patio.
Ashley, incluso en algunas ocasiones en que la llamaba para comer, decidía mantenerse al lado de Lorenzo. Por las noches, con sumo cuidado, se recostaba junto a él ajustando su postura a la del enorme cuerpo quebrantado.
Mi corazón se estremecía de ternura cuando, al amanecer, encontraba las cabezas de los majestuosos gigantes recargadas una contra la otra mientras sus respiraciones se mecían al mismo ritmo de paz.
¡Vaya lección de solidaridad y apoyo para iniciar el día!
Así, con Ashley reconfortando y acompañando a Lorenzo y, con la entereza del bello gigante blanco, la espera se acortaba y nuestra esperanza crecía, día a día.

sábado, 16 de julio de 2011

"Noticias"

Por sobre toda conclusión, una decisión alentaba nuestros pasos: Ni las competencias, ni los planes de crianza, ni las inversiones tenían peso frente a lo verdaderamente importante, la vida y el bienestar de Lorenzo. Con ese pensamiento compartido por mi hija, venciendo las dificultades de subir al auto y mitigar el dolor por el esfuerzo del enorme cachorro, iniciamos el viaje.
La cita con el cirujano especialista animaba nuestra esperanza que, además, creció con una nueva serie de placas previas a la entrevista.
-La displasia se descarta-, anunció el cirujano- y es evidente la fractura en la vértebra que está presionando el nervio de la médula espinal. La única opción es la cirugía.
¡Magnífica noticia escuchar que la “cirugía como única opción” descartaba a la posibilidad de tener que acabar con la vida de Lorenzo! Y las expectativas hablaban de un buen futuro: una vida tranquila, sin dolor y, en el mejor de los casos, con una movilidad “casi” normal.
A pesar de que Lorenzo yacía sobre la mesa de exploración semi-sedado, sus ojos me seguían y casi podía asegurar que compartía mi alegría por las buenas noticias.
La mala noticia, que tendríamos que esperar unos días más a que el médico volviera de una serie de conferencias para llevar a cabo la cirugía. Una espera que se volvía larga y difícil cuando mis ojos veían el sufrimiento permanente de Lorenzo, a pesar de los analgésicos y desinflamatorios.
Agotada, física y emocionalmente, tomé carretera de vuelta a casa junto con Lorenzo que aún dormía y gemía entre sueños en el compartimiento posterior de la camioneta. Con el pensamiento inquietante sobre como haría para bajarlo al llegar, recordé que, hasta ese día y sin importar la condición, Lorenzo no me había fallado y me tranquilicé al saber que contaba con su mejor esfuerzo. Y. . . así fue.
Los días y las noches pasaron entre hospitales de día junto a mi hija recién operada de la columna y veladas junto a Lorenzo tendido sobre colchonetas. Ambos, luchando para sobreponerse al dolor, esperaban con paciencia la llegada del alivio y la salud perdida.
Tomando turnos, mi esposo y yo pasábamos horas acariciando la cabeza de Lorenzo hasta el amanecer y él, agradecido, cesaba su llanto soltando de vez en vez un suspiro de alivio. Además de su cuerpo, su espíritu y su corazón sufrían de soledad, lo único que, con amor y compañía, podíamos aliviar.

miércoles, 13 de julio de 2011

"Calvario"

Lorenzo, apaciguado por la anestesia, la revisión y los cambios de postura para la toma de placas, los vivió inconsciente y. . . a solas. Con la premura de volver al hospital para atender a mi hija, tuve que dejarlo en manos de los médicos y confiar en que mi esposo lo recogiera para volver para hospedarse en mi casa.
Con instrucciones sobre el tratamiento y la confirmación de que no hubiera torsión gástrica, Lorenzo regresó con los dolores mitigados por los analgésicos. Mientras hacía una escala en la estética para un baño, los medicamentos fueron perdiendo su efecto y comenzó a estremecerse de dolor. El médico, al verlo padecer, tomó la iniciativa de revisarlo y hacer nuevas placas sugiriendo que la lesión diagnosticada como “esguince” no correspondía al grado de dolor del perro, recomendando contactar un especialista para descartar la posibilidad de una displasia de cadera de primer grado.
-¡Displasia!- se sorprendió mi hija,-¡eso implicaría que Lorenzo quedaría inservible para crianza y competencia! Además, esa es una terrible noticia para el criadero.
Su conclusión, por demás acertada, no incluía algo aún más dramático. De confirmarse la displasia, a tan temprana edad, Lorenzo tendría una expectativa de vida con permanentes dolores y, siendo un problema degenerativo, difícilmente lograría tener una calidad de vida medianamente aceptable. Ante ese panorama, por humanidad, el médico recomendaría acabar con el sufrimiento de Lorenzo durmiéndolo.
A pesar de tener que permanecer tendida en la cama del hospital, mi hija se dio a la tarea de investigar, junto con el criador extranjero, si existía algún antecedente de displasia en el linaje de Lorenzo mientras, mi esposo y yo, buscábamos al mejor especialista en México para atenderlo.
Para nuestra fortuna, en breve tiempo tres recomendaciones apuntaban hacia un mismo médico y, milagrosamente, éste visitaría Querétaro, la ciudad más cercana, en un par de días.
Con la cita configurada, medicamentos para el control del dolor y con la confirmación de que el linaje de Lorenzo era impecable de displasia comenzó la espera.
Al mirar al mermado gigante tendido en el cojín gimiendo, una imagen fatal surgía en mi mente: La guillotina de una decisión inevitable amenazando con cortar la vida de Lorenzo.

domingo, 10 de julio de 2011

"Respuestas"

Apenas unos kilómetros y ya había hecho una decena de paradas recorriendo San Juan del Río en busca de Onix, la calle que podría traernos una respuesta. En vez de eso, las respuestas que recibíamos, el taxista que intentaba guiarme y yo, sólo nos confirmaban que la mentada calle podría estar en cualquier colonia o en ninguna. El hombre del taxi viendo mi desaliento, finalmente, se atrevió a sugerirme: “Yo conozco una clínica y no está lejos. . . si quiere, vamos para allá”.
Agotadas mis fuerzas y mis opciones, acaricié la cabeza de Lorenzo que no dejaba de temblar, me monté en el auto y acepté siguiéndolo a toda velocidad en su propuesta. En cortos minutos, que me seguían pareciendo interminables, llegamos hasta una casa azul adaptada como clínica veterinaria. En cuanto entré, un joven médico me abordó y, en palabras tropezadas le expliqué mi emergencia. Adelantándose y llamando a otro muchacho a su paso, llegó hasta la camioneta y me apresuré para abrir la puerta. Ahí seguía Lorenzo, estremeciéndose de dolor. Nuestras miradas se cruzaron. Mis ojos se nublaron cuando clavó sus ojitos en los míos como diciendo: ¡Confío en ti!
El viejo reto de moverse y ponerse en pie fue necesario una vez más. Al llamado suave de mi voz, Lorenzo aulló y bajó rápidamente, cayendo sobre su cuarto trasero debilitado e incapaz de sostener sus casi 40 kilos.  Arrodillada junto a él lo abracé y, con lentitud y gemidos, se puso en pie para caminar entre tambaleos al interior del lugar.
Con manos respetuosas y firmes, el veterinario asistente comenzó a revisarlo para, minutos después, darnos la primera buena noticia: Esto no es torsión gástrica. Si fuera eso, el vientre estaría hinchado y no habría aceptado que lo palpara como lo hice. De todos modos. . .
La explicación continuó como un murmullo mientras yo, hincada frente a Lorenzo quien buscaba un poco de descanso al insoportable dolor sentándose, le acariciaba las orejas musitándole al oído: ¡Ahora tenemos tiempo, mi Lorenzo! ¡Ya tenemos más tiempo, Chiquito! ¡Es todo lo que necesitamos. . . tiempo!
El botón del cronómetro activado por la amenaza de una torsión gástrica se apagó e inició un metrónomo, de ritmo mucho más lento y al que Lorenzo me enseñaría a seguir: “La Paciencia”.

jueves, 7 de julio de 2011

"Dudas"

“Dejá vu”, me dije suspirando mientras me dirigía hacia el veterinario que, por distancia, era mi primera opción.
Los minutos de trayecto dieron tiempo a mi mente para repasar la escena: corriendo con una emergencia en total incertidumbre de lo que estaba sucediendo, con el enfermo agonizando de dolor en la parte trasera del auto. . . ¿Pensaba en Lorenzo o en mi hija? Todo comenzaba a mezclarse confundiéndose el pasado reciente y el presente.
-¡Necesito ayuda!-, anuncié en la recepción desierta de la veterinaria mientras buscaba con la mirada a alguien que me atendiera.
-¿Qué necesita?-, dijo una voz sofocada atrás de un biombo de cristal.
-Traigo a mi perro, un Gran Danés. . . no puede levantarse y tiene mucho dolor.
-Si es torsión, lo tienen que atender de inmediato o en tres horas no la cuenta- dijo nuevamente el hombre tras el cristal traslúcido.
Siguiendo el origen de la voz, busqué atrás del falso muro. Cuatro hombres con tapaboca rodeaban una mesa donde, lo que parecía un halcón, yacía acostado panza arriba con las alas extendidas.
-¿Alguno de ustedes podría revisarlo?- insistí, sintiendo como en mi mente se activaba un cronómetro en cuenta regresiva. . . ¡Tres horas! ¿Cuánto tiempo habría ya perdido para ese momento?, pensé angustiada.
-No, respondió el hombre que, volteando la cara momentáneamente, me hizo entender que era el veterinario,- estamos en cirugía y no sé cuánto más tomará. Vaya a San Juan con el médico que está en la calle de Ónix.
-¿Qué colonia? ¿Cuál es el nombre del médico?- interrogué, recibiendo por respuesta las mismas instrucciones balbuceadas bajo el cubre-boca.
Con un “gracias” entre dientes, corrí a la camioneta escuchando en mi cerebro: “Torsión gástrica. . . tres horas. . . torsión gástrica. . . tres horas. . . “
El fantasma de la “Torsión gástrica” se había colado en el auto y su presencia, sumada a los gemidos del doliente, me hacía sacudirme.
Incapaz de ubicar las direcciones, me di cuenta de lo inútil de mi prisa. La camioneta en marcha se sacudió y sólo me asaltó una conclusión: ¡Lorenzo sacudido por un último estertor!
-¡No por favor, Dios mío!- grité, orillando el auto hasta el acotamiento y, sujetándome del volante para sobreponerme al vértigo que sentía. Oré y lloré en voz alta. La cobardía se apoderó de mi voluntad y no me atreví a bajar del auto para mirar en la cajuela.
Entre gemidos, finalmente, hice lo único que mis mermadas fuerzas me permitieron.
-¿Lorenzo? ¿Chiquito, estás bien?- le pregunté entre lágrimas, -¡Por favor, Lorenzo, no te mueras. . . por favor, Chiquito!
Sólo el ronronear del auto se escuchaba y yo, clavada en el asiento, luchaba por ahogar mis gemidos para lograr oír algo que me diera una esperanza de que, Lorenzo, continuaba con vida.
Un nuevo movimiento y un suave gemido acabaron con mi duda. ¡Lorenzo seguía con vida! ¡Lorenzo no había partido!
Entre risas y llanto alabé su valor porque, eso es Lorenzo, ¡un valiente entre valientes!
-Llegaremos tan lejos como tú puedas, chiquito- le anuncié y, con renovada fe, eché a andar el auto en la búsqueda de alguien que salvara a Lorenzo.

miércoles, 6 de julio de 2011

"Ayuda"

Aún sentía como la piel se me erizaba al revivir en la memoria los recorridos, de un hospital a otro, con mi hija enferma de gravedad y, ahora con Lorenzo, se abría ante mí un nuevo capítulo que iniciaba con la primera complicación: ¿Cómo subir al auto a un perro de 40 kilos que gime de dolor de sólo mirarlo? ¡Mi alma se sobrecogió de compasión!
Acercando la camioneta lo más posible, llamé a Lorenzo que no dejaba de silbar con sus gemidos. Sus ojos me pedían ayuda con la agonía del dolor insoportable mientras yo intentaba tranquilizarlo y concentrarme para decidir mis pasos siguientes.
-Necesito que me ayudes, chiquito,- le pedí mientras tomaba su rostro entre mis manos –tenemos que hacerlo juntos.
Con un suave jalón de la correa, Lorenzo comprendió lo que esperaba de él y con andar tambaleante comenzó a seguirme, gimiendo al ritmo de cada paso que lo acercaba a la cajuela abierta.
“¿Cómo lograré levantarlo sin lastimarlo más?”, pensaba con desesperación e impotencia. Sólo para darme cuenta de que, a pesar del sufrimiento, Lorenzo avanzó y con un gemido que me estremeció, logró subir ambas manos deteniéndose para recibir ayuda. Me apresuré a levantar el resto del cuerpo que tembló de dolor entre mis brazos.
Entrar al auto se convirtió en una proeza no sólo para Lorenzo sino para mí también. Las piernas no me respondían al sentir el asalto de las imágenes recientes del sufrimiento de mi hija y mi corazón intuía que lo que estaba sucediendo con Lorenzo tampoco sería algo fácil de librar. Lágrimas se agolpaban en mi garganta, lágrimas que seguramente Lorenzo derramaba tendido en la cajuela de la camioneta.
-¡Vas a estar bien!- repetía entre sollozos ahogados, aunque sabía que Lorenzo no me escuchaba, -¡Tienes que estar bien!
Encendí la camioneta aún sin lograr definir nuestro destino. Avancé con suavidad, tratando de librar el suelo que pudiera sacudir al vehículo y provocar en Lorenzo aún más dolor.
Nublada la vista por mi llanto, nos echamos al camino de la incertidumbre para enfrentar el futuro juntos, Lorenzo y yo, asidos al recuerdo de mi Nena que yacía en la cama de un hospital luchando su propia batalla.

martes, 5 de julio de 2011

"Aquel día"

“Lorenzo no se quiso levantar”, me anunció la empleada en uno de mis vertiginosas visitas por el criadero para verificar que hubiera suficiente alimento.
-¿Desde cuándo?-, pregunté de inmediato, obteniendo por respuesta palabras evasivas que no me aportaron ninguna conclusión.
Mi corazón se paralizó por las mil imágenes que me asaltaron cuando intenté anticiparme a la visión que encontraría de Lorenzo en la perrera.
Con los nervios destrozados por los eventos de los últimos días, traté de jalar las riendas de mi frustración para no ir con ferocidad tras las respuestas que me señalaran al responsable y corrí hasta donde esperaba encontrar al enfermo.
A pesar de que mis imaginaciones habían sido fatalistas, la imagen de Lorenzo, temblando echado sobre la colchoneta y gimiendo de dolor, me llevó al borde del llanto un segundo después de haberlo visto.
Con los ojos azules, pálidos de sufrimiento, me miró casi como tratando de excusarse por ser él ahora quien secuestrara el tiempo que yo necesitaba para cuidar a mi hija en el hospital.
En cuclillas junto a él, acaricié su enorme cabeza y pude sentir cómo Lorenzo, mi Lorenzo, se esforzó por contener sus gemidos como sin con ello evitara añadir más angustia a mi corazón afligido.
“Vas a estar bien, cariño. . . vas a estar bien”, le dije al oído, casi sintiendo vergüenza pues no sabía si, por compasión, le estaba mintiendo a aquel noble perro que, con sus ojitos, estaba depositando una confianza ciega en mí.

sábado, 2 de julio de 2011

"Sí, pero. . .¡No!

Las semanas tras su llegada pasaron rápidamente. Desde el primer día, Lorenzo se dio a la tarea de integrarse a su nuevo hogar, encontrar su lugar en el sistema familiar y darse a querer con todos los que pasaban frente a su nariz rosada.  Comer, crecer y jugar se convirtieron en las tres actividades que llenaban su vida. O, al menos, eso pensó él.
Un buen día, después de días de mimos y cuidados especiales que disfrutó con holgura, se encontró en la cajuela de la camioneta para, lo que supuso él, un paseo. Sin imaginar que iba al encuentro de una faceta importante de su vida: las competencias.
A pesar de su gran tamaño, aún llevaba consigo el corazón de cachorro que finalmente seguía siendo y, el ir y venir de otros perros, verse confinado por espacios de tiempo atrás de la jaula y las miradas de extraños que se detenían a hablarle, lo inquietaron confirmándole que algo distinto le deparaba aquel lugar. Sólo la presencia de su dueña le infundía confianza.
El tiempo de pisar el ring llegó. Con prontitud el manejador se alistó y los latidos en el pecho de mi hija se aceleraron. Toda la expectación acumulada para ese día la llenaron de nerviosismo.
Lorenzo, desconociendo los planes de quienes lo rodeaban, salió de la jaula sólo para hacerle saber al manejador que, ¡Sí. . .entraría al ring. . . pero no con él!
Haciendo uso de su peso y estatura, el cachorro impuso su decisión obligando a dueña y manejador a aceptarla sin concesiones. Mi hija, reconociendo que Lorenzo tenía las de ganar, se apresuró a tomar la correa para acompañar al determinante perro en la experiencia de salir a la pasarela.
Con el corto entrenamiento previo, la inexperiencia de la improvisada manejadora y su novatez, iniciaron la aventura de la que salieron, no sólo airosos sino victoriosos al recibir Lorenzo el premio como “Mejor cachorro B de la raza”.
Fue para muchos una mañana de sorpresas y no sólo por el resultado de la contienda, pues, ¿quién hubiera dicho que la mansedumbre de Lorenzo, más que por definición y temperamento, era realmente por su decisión?
Ese día Lorenzo me recordó que, al igual que la gente apacible, jamás debía olvidar que él también tenía sus límites y que tendríamos que aprender a reconocerlos.