Emocionado, baja en carrera loca por las escaleras de mármol y, al
girar por el segundo descanso, vuela a través de la ventana abierta rumbo al
vacío desde un segundo piso.
Al verlo desaparecer, salto los escalones, de dos en dos, para llegar lo
más pronto posible hasta donde, supongo, Lorenzo habrá caído. Mi corazón, como
caótico tambor, retumba en mis oídos y el estómago se ha convertido en una
piedra, pequeña y pesada, en la mitad de mi cuerpo.
Busco a mi perro por todos lados y sólo encuentro a uno que, todos me
aseguran, es Lorenzo. ¿Cómo esperan engañarme? Podría reconocer a mi Lorenzo de
entre un millón de perros y, ese que me muestran, no es mi amigo, aunque sea
blanco con manchas negras.
Mi hijo se acerca y casi en un susurro me anuncia: “Lorenzo ha muerto”.
Cascadas de llanto brotan de mis ojos y el dolor en el pecho me hace
caer de rodillas al suelo y. . . ¡Despertar!
Son las cuatro de la mañana y mi sudor empapa las sábanas. Mi
garganta, engarrotada y tiesa, me impide respirar. Hago respiraciones profundas
para recobrar el aliento y contener las ganas desbordantes de llorar.
-¡Todo ha sido una pesadilla!-, me repito, una y otra vez,- ¡Es sólo
una pesadilla!
Y, aunque el mal sueño había terminado, la sensación de temor a perderlo
me hace correr hasta su cama. Lorenzo, vencido en un profundo descanso, sólo
resuella desde la inconciencia al sentir mi vaga presencia.
Recuerdo aquellos anuncios de que quienes lloran la muerte de su gran danés y, ahora, una pesadilla me ha hecho entender su dolor por haber perdido a su amigo, su compañero y, aunque creí saberlo, sopeso todo el amor
que le tengo a mi Lorenzo.
¡Te quiero, Lorenzo! ¡Gracias por ser MI Lorenzo!
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