Entre 12 maletas, 2 niños, una carriola doble y la cuna viajera, Lorenzo llegó al aeropuerto de Barcelona listo para partir hacia su nueva patria: México.
Mientras los trámites de embarque entretenían a su dueña, él esperó junto a la carriola de los pequeños y, los tres, se entretenían con el paso de la gente y los anuncios que cambiaban en las pantallas. Pero otros ojos los imitaban sólo que el motivo de su curiosidad se encontraba al final de la correa, el bello cachorro Gran Danés de más de 40 kilos.
La gente pasaba y se admiraba con la belleza de Lorenzo y la actitud de control de la pequeña de apenas dos años. El espectáculo atrajo, incluso, a la gente del mostrador de las líneas aéreas que, dejando sus puestos, se acercaron para acariciarlo y dar un piropo a la joven manejadora. No faltaron tampoco las solicitudes de los admiradores para tomar una foto posando junto a las estrellas del aeropuerto.
Lorenzo, sin mostrar inquietud por las constantes manos que acariciaban su cabeza y los besos de su público, se deleitaba de la compañía y del amable control que intentaba ejercer mi nietecita.
Y comprendí, desde entonces, que Lorenzo había nacido para amar y ser amado por la gente, y que la pasarela donde lucir su belleza no precisaba de inscripción, ni jueces ni competencias.
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