Tras un ir y venir de llamadas, correos y discusión de opciones sobre el lugar donde Lorenzo, el cachorro, tendría que esperarnos en Barcelona mientras volvíamos de nuestra visita en Andorra, el día tan esperado llegó, confieso, no sin una buena carga de estrés y nerviosismo.
La hora pactada para que, en el transporte especializado contratado por el criador, arribara fue el punto de partida para la agenda del día. A pesar de nuestra anticipación, al volver de un corto paseo nos topamos con una camioneta frente al departamento veinte minutos antes de lo programado. Carreras y emoción rodearon el vehículo del que, finalmente, bajó un enorme cachorro de ojos azules y manos como de oso.
En el preciso momento que lo vi comprendí la razón de su nombre: ¡Lorenzo era, haciendo honor a su nombre, un sol! Y el encuentro con su dueña, mi hija, fue una verdadera escena de amor. Como si aquella presentación de video los hubiera conectado, el Gran Danés se acercó emocionado a ella para dejarse besar y acariciar sin remilgos.
Siendo imposible instalarlo en la transportadora dentro del diminuto ascensor del edificio de departamentos, su nueva ama lo fue alentando a seguirla con paciencia y sin presión. Poco a poco, él comprendió que sus propuestas eran buenas y comenzó a seguirla dócilmente.
La historia cambió al llegar al apartamento pues Lorenzo encontró muy divertido el correr de la estancia a la última habitación por el largo corredor de duela detrás de sus nuevos compañeros de juegos: mis nietos de 4 y 2 años.
Los siguientes dos días antes de volar a México ocurrieron sin mayores contratiempos y el nuevo miembro de la familia se añadió con la naturalidad de quien ha vivido por años juntos. Tal vez lo único relevante fue la expresión del taxista al descubrir que, uno de sus dos pasajeros, incluía a un perro enorme de nariz rosada.
Lorenzo, en un brevísimo tiempo, aprendió a confiar en su dueña o. . . ¿Debería mencionar que él, por su parte, se “adueñó” del corazón de ella?
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