Las visitas al veterinario para la terapia de acupuntura son, por mucho, algo que Lorenzo no disfruta. Recibir descargas eléctricas, por más ligeras que sean, lo hacen reaccionar con disgusto. A pesar de eso, con enorme paciencia, permite que la veterinaria inserte las 8 enormes agujas que le ayudarán a recobrar los músculos, de la cadera y las piernas, atrofiados. Aunque en honor a la verdad, más de un par de veces le ha hecho saber que está rebasando su límite. Ella, respetuosa o un poco amedrentada, escucha el reclamo con su ladrido sordo y espera a que esté listo para continuar.
El proceso de recuperación iniciado con breves caminatas, natación y complementos vitamínicos, ahora incluye la terapia de acupuntura, que además de incómoda, lo deja adolorido por el resto del día.
Qué difícil es verlo tendido en el tapete de vaquitas, comprado por los veterinarios especialmente para él, resignado al tiempo de tortura. Con caricias y mimos, mi hija y la veterinaria, le aseguran que vale la pena y, Lorenzo, en un nuevo acto de confianza, acepta entre suspiros y miradas suplicantes.
Al terminar la terapia, de la que sale tan rápido como sus temblorosas patas le permiten, Lorenzo sube a la cajuela del auto para volver a casa. Sólo que, ésta vez, el día lo invita a un baño de sol y de brisa, algo que no podía desperdiciar.
Librando el reducido espacio entre los respaldos y el techo, Lorenzo se sienta en los asientos traseros para, con deleite calmo, asomar la enorme cabeza por la ventana y sentir sus orejas volar al roce del viento con el auto en movimiento. ¡Que maravilloso es verlo disfrutar con tanto desenfado y sencillez!
Miro la escena y mi corazón sonríe.
“¡Tienes razón, Lorenzo!”, pienso al verlo tan plácido y gozoso, “están llegando tus días de volver a disfrutar. . . y yo contigo.”
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