¡Me encanta bailar!
Y no sólo eso, disfruto muchísimo el ver cómo la gente se da a la tarea de mover cada parte de su cuerpo en el intento de hacerse uno con la música y el ritmo. El resultado, casi siempre, es una sonrisa en el rostro. ¡Cuánto placer trae la danza!
Pero, ayer descubrí, no todos los bailes son con música de instrumentos. También los hay que se acompañan con la música del corazón y pueden ser la mar de alegres.
Con dos manitas o, debo corregir, manotas y dos patas cada vez más fuertes, Lorenzo bailó, por primera vez desde su accidente, lo que podría yo llamar un “jarabe tapatío”.
Al igual que los charros pasando la pierna sobre el sombrero, Lorenzo jugueteaba con sus manos sobre una pelota de hilos de colores, logrando nuevamente, que sus cuartos traseros se hicieran cargo de sus casi 60 kilos.
¡El espectáculo era fascinante y divertido! Como adolescente, que finalmente está a punto de ser, su ritmo era algo descuadrado y su facha no era como la de un bailarín de ballet pero, aún así, ¡era hermoso!
Unidos a su entusiasmo, mi esposo y yo, bailamos alrededor de él y aplaudimos su osadía. Aunque la fuerza de sus patas traseras no le permitieron prolongar su danza, sé que su corazón, al igual que el nuestro, continuó retozando contagiado de celebración.
Ese momento mágico me enseñó cuanta verdad hay en lo que Jesús algún día dijo: “Lloren con los que sufran y alégrense con los que gocen”. Lorenzo, seguimos contigo y, ésta vez, ¡alegrándonos!
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