Como niña sentada en el asiento trasero del auto, tuve que contener mi impulso de preguntar “¿ya vamos a llegar?”, a riesgo de exasperar a la esposa del veterinario, la única que ocasionalmente pasaba frente a la sala de espera.
Mi impaciencia contenida lograba ponerme de pié para recorrer, por enésima vez, y leer los afiches anunciando vacunas, las etiquetas de los bultos de alimento, las imágenes en las botellas de champú y los diferentes colores de las correas colgadas en el exhibidor. ¡Ya quería llegar al final de la pesadilla! ¡Ya quería tener a Lorenzo de regreso junto a mí y que todo aquello se esfumara como se desvanece un mal sueño al despertar!

-¡No podemos evitarlo, chiquito!- le contestaba, en los secretos de mi silencio. Y, ni siquiera ahí, me atrevía a confesarle que estaba sufriendo el martirio de la cirugía sin la garantía de que sería la solución a su dolor y el punto de partida para volver a ser el de antes, un perro sano y fuerte.
Había entrado al quirófano sin saber que aún flotaba entre nosotros la incertidumbre de lo que encontraría aquella corte de médicos.
Ni el médico en jefe se atrevió a darnos la certeza de que no habría daño permanente ni secuelas. Oculto entre sus vértebras estaba la respuesta. No sería sino hasta el final de la operación que los ojos del veterinario podrían constatar si, por los muchos días de presión sobre el nervio, éste estaba muerto. Si ese fuera el hallazgo, Lorenzo no mejoraría en su condición. . . nunca más volvería a correr ni a retozar.
Como a fuego lento, la incertidumbre quemaba mi estómago y mis oraciones se redoblaban: Señor, yo te conozco y sé que tú tienes el poder. Te pido, Dios, un milagro para Lorenzo. . .