“Dejá vu”, me dije suspirando mientras me dirigía hacia el veterinario que, por distancia, era mi primera opción.
Los minutos de trayecto dieron tiempo a mi mente para repasar la escena: corriendo con una emergencia en total incertidumbre de lo que estaba sucediendo, con el enfermo agonizando de dolor en la parte trasera del auto. . . ¿Pensaba en Lorenzo o en mi hija? Todo comenzaba a mezclarse confundiéndose el pasado reciente y el presente.
-¡Necesito ayuda!-, anuncié en la recepción desierta de la veterinaria mientras buscaba con la mirada a alguien que me atendiera.
-¿Qué necesita?-, dijo una voz sofocada atrás de un biombo de cristal.
-Traigo a mi perro, un Gran Danés. . . no puede levantarse y tiene mucho dolor.
-Si es torsión, lo tienen que atender de inmediato o en tres horas no la cuenta- dijo nuevamente el hombre tras el cristal traslúcido.
Siguiendo el origen de la voz, busqué atrás del falso muro. Cuatro hombres con tapaboca rodeaban una mesa donde, lo que parecía un halcón, yacía acostado panza arriba con las alas extendidas.
-¿Alguno de ustedes podría revisarlo?- insistí, sintiendo como en mi mente se activaba un cronómetro en cuenta regresiva. . . ¡Tres horas! ¿Cuánto tiempo habría ya perdido para ese momento?, pensé angustiada.
-No, respondió el hombre que, volteando la cara momentáneamente, me hizo entender que era el veterinario,- estamos en cirugía y no sé cuánto más tomará. Vaya a San Juan con el médico que está en la calle de Ónix.
-¿Qué colonia? ¿Cuál es el nombre del médico?- interrogué, recibiendo por respuesta las mismas instrucciones balbuceadas bajo el cubre-boca.
Con un “gracias” entre dientes, corrí a la camioneta escuchando en mi cerebro: “Torsión gástrica. . . tres horas. . . torsión gástrica. . . tres horas. . . “
El fantasma de la “Torsión gástrica” se había colado en el auto y su presencia, sumada a los gemidos del doliente, me hacía sacudirme.
Incapaz de ubicar las direcciones, me di cuenta de lo inútil de mi prisa. La camioneta en marcha se sacudió y sólo me asaltó una conclusión: ¡Lorenzo sacudido por un último estertor!
-¡No por favor, Dios mío!- grité, orillando el auto hasta el acotamiento y, sujetándome del volante para sobreponerme al vértigo que sentía. Oré y lloré en voz alta. La cobardía se apoderó de mi voluntad y no me atreví a bajar del auto para mirar en la cajuela.
Entre gemidos, finalmente, hice lo único que mis mermadas fuerzas me permitieron.
-¿Lorenzo? ¿Chiquito, estás bien?- le pregunté entre lágrimas, -¡Por favor, Lorenzo, no te mueras. . . por favor, Chiquito!
Sólo el ronronear del auto se escuchaba y yo, clavada en el asiento, luchaba por ahogar mis gemidos para lograr oír algo que me diera una esperanza de que, Lorenzo, continuaba con vida.
Un nuevo movimiento y un suave gemido acabaron con mi duda. ¡Lorenzo seguía con vida! ¡Lorenzo no había partido!
Entre risas y llanto alabé su valor porque, eso es Lorenzo, ¡un valiente entre valientes!
-Llegaremos tan lejos como tú puedas, chiquito- le anuncié y, con renovada fe, eché a andar el auto en la búsqueda de alguien que salvara a Lorenzo.
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