-¡O, Dios, concédeme el don de la ubicuidad!- oraba yo, en broma, desgastada por el estrés de no poder estar con mi hija y Lorenzo todo el tiempo que necesitaba y que deseaba para acompañarlos.
Saber, a cualquiera de los dos, pasando los minutos de espera en soledad afligían mi corazón. Y, como Dios no podía darme lo que pedía, me envió refuerzos.
Tras una riña en el criadero, donde el resto de la manada desconcertada extrañaba a su dueña, Ashley, la Gran Danesa con la que mi hija fundara su pequeña comunidad, tuvo que refugiarse en mi casa para curarse de algunas heridas.
Aunque la noticia de su llegada parecía el anuncio de que se añadiría más carga a mi abultada agenda, al paso de los días, se convirtió en una franca bendición.
La perra, como comprendiendo el dolor de Lorenzo desde que entró a mi casa, se auto asignó la tarea de confortar al amigo herido. Y él, sintiendo su cercanía, comenzó a cesar en sus lamentos y hasta, ocasionalmente, la seguía en una corta caminata por el patio.
Ashley, incluso en algunas ocasiones en que la llamaba para comer, decidía mantenerse al lado de Lorenzo. Por las noches, con sumo cuidado, se recostaba junto a él ajustando su postura a la del enorme cuerpo quebrantado.
Mi corazón se estremecía de ternura cuando, al amanecer, encontraba las cabezas de los majestuosos gigantes recargadas una contra la otra mientras sus respiraciones se mecían al mismo ritmo de paz.
¡Vaya lección de solidaridad y apoyo para iniciar el día!
Así, con Ashley reconfortando y acompañando a Lorenzo y, con la entereza del bello gigante blanco, la espera se acortaba y nuestra esperanza crecía, día a día.
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