“Lorenzo no se quiso levantar”, me anunció la empleada en uno de mis vertiginosas visitas por el criadero para verificar que hubiera suficiente alimento.
-¿Desde cuándo?-, pregunté de inmediato, obteniendo por respuesta palabras evasivas que no me aportaron ninguna conclusión.
Mi corazón se paralizó por las mil imágenes que me asaltaron cuando intenté anticiparme a la visión que encontraría de Lorenzo en la perrera.
Con los nervios destrozados por los eventos de los últimos días, traté de jalar las riendas de mi frustración para no ir con ferocidad tras las respuestas que me señalaran al responsable y corrí hasta donde esperaba encontrar al enfermo.
A pesar de que mis imaginaciones habían sido fatalistas, la imagen de Lorenzo, temblando echado sobre la colchoneta y gimiendo de dolor, me llevó al borde del llanto un segundo después de haberlo visto.
Con los ojos azules, pálidos de sufrimiento, me miró casi como tratando de excusarse por ser él ahora quien secuestrara el tiempo que yo necesitaba para cuidar a mi hija en el hospital.
En cuclillas junto a él, acaricié su enorme cabeza y pude sentir cómo Lorenzo, mi Lorenzo, se esforzó por contener sus gemidos como sin con ello evitara añadir más angustia a mi corazón afligido.
“Vas a estar bien, cariño. . . vas a estar bien”, le dije al oído, casi sintiendo vergüenza pues no sabía si, por compasión, le estaba mintiendo a aquel noble perro que, con sus ojitos, estaba depositando una confianza ciega en mí.
No hay comentarios:
Publicar un comentario