sábado, 16 de julio de 2011

"Noticias"

Por sobre toda conclusión, una decisión alentaba nuestros pasos: Ni las competencias, ni los planes de crianza, ni las inversiones tenían peso frente a lo verdaderamente importante, la vida y el bienestar de Lorenzo. Con ese pensamiento compartido por mi hija, venciendo las dificultades de subir al auto y mitigar el dolor por el esfuerzo del enorme cachorro, iniciamos el viaje.
La cita con el cirujano especialista animaba nuestra esperanza que, además, creció con una nueva serie de placas previas a la entrevista.
-La displasia se descarta-, anunció el cirujano- y es evidente la fractura en la vértebra que está presionando el nervio de la médula espinal. La única opción es la cirugía.
¡Magnífica noticia escuchar que la “cirugía como única opción” descartaba a la posibilidad de tener que acabar con la vida de Lorenzo! Y las expectativas hablaban de un buen futuro: una vida tranquila, sin dolor y, en el mejor de los casos, con una movilidad “casi” normal.
A pesar de que Lorenzo yacía sobre la mesa de exploración semi-sedado, sus ojos me seguían y casi podía asegurar que compartía mi alegría por las buenas noticias.
La mala noticia, que tendríamos que esperar unos días más a que el médico volviera de una serie de conferencias para llevar a cabo la cirugía. Una espera que se volvía larga y difícil cuando mis ojos veían el sufrimiento permanente de Lorenzo, a pesar de los analgésicos y desinflamatorios.
Agotada, física y emocionalmente, tomé carretera de vuelta a casa junto con Lorenzo que aún dormía y gemía entre sueños en el compartimiento posterior de la camioneta. Con el pensamiento inquietante sobre como haría para bajarlo al llegar, recordé que, hasta ese día y sin importar la condición, Lorenzo no me había fallado y me tranquilicé al saber que contaba con su mejor esfuerzo. Y. . . así fue.
Los días y las noches pasaron entre hospitales de día junto a mi hija recién operada de la columna y veladas junto a Lorenzo tendido sobre colchonetas. Ambos, luchando para sobreponerse al dolor, esperaban con paciencia la llegada del alivio y la salud perdida.
Tomando turnos, mi esposo y yo pasábamos horas acariciando la cabeza de Lorenzo hasta el amanecer y él, agradecido, cesaba su llanto soltando de vez en vez un suspiro de alivio. Además de su cuerpo, su espíritu y su corazón sufrían de soledad, lo único que, con amor y compañía, podíamos aliviar.

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